El Altiplano Potosino arde en silencio. Agricultores y productores lo vienen advirtiendo desde hace años, pero nadie escucha. El presupuesto destinado al campo ha sido recortado una y otra vez bajo el argumento de reordenar prioridades, mientras se presumía con bombo y platillo un programa llamado “Sembrando Vida” que, además de insuficiente, exigía a cada campesino afiliar a cien personas para poder obtener el apoyo.
Durante décadas, el Altiplano se ha sostenido con cultivos duros, esos que exigen sol, manos callosas y resistencia: chile, cebolla, maíz, tomate. Buena parte de esa producción se exporta a Estados Unidos, donde el consumidor paga en dólares lo que aquí se paga con sudor y deuda. El campo produce riqueza, pero no la recibe. En Matehuala, Cedral, Vanegas, Salinas y Villa de Arista, los productores lo dicen con los ojos hundidos por madrugar antes del sol. El campo está cansado, desesperado, harto de promesas.
Hoy, los reales problemas se cuentan sin metáforas, pozos secándose, ganado falleciendo, granos perdiendo valor, intermediarios haciendo negocio, créditos inaccesibles y apoyos federales que llegan tarde o nunca. El pasado 27 de octubre, el hartazgo estalló. El paro nacional de agricultores no fue berrinche, fue el grito atrapado entre maizales secos y silos vacíos. En San Luis Potosí, los productores tomaron la Carretera 57, a la altura del kilómetro 158. Las carreteras nunca se bloquean al azar, la 57 es la arteria comercial que mantiene vivo el flujo entre el Bajío y el centro del país. Bloquearla equivale a gritarle al poder justo en el oído. Tractores, pancartas y maquinaria oxidada se alzaron como símbolos de un país rural que ya no quiere sobrevivir, quiere vivir.
Las demandas son claras: un precio de garantía de 7,200 pesos por tonelada de maíz, apoyos más amplios y la exclusión de granos básicos de los acuerdos del T-MEC. No piden milagros, piden condiciones mínimas. Mientras el gobierno presume programas sociales como quien reparte aspirinas, los costos de producción se disparan. El diésel sube, los fertilizantes se encarecen, el crédito desaparece y la burocracia se multiplica. Ser campesino ya es una ruleta rusa económica.

Los recortes al presupuesto del campo dejaron a miles de productores a la intemperie. La Secretaría de Agricultura y Desarrollo Social habla de estrategias integrales, pero en los hechos los campesinos siguen pagando caro la indiferencia. De nada sirve hablar de soberanía alimentaria si el productor nacional tiene que vender su cosecha por debajo del costo.
En el Altiplano, el golpe climático es brutal, sequías cada vez más severas, enfermedades en cultivos y ganado, suelos agotados. Sin seguros, sin apoyo técnico, sin infraestructura de riego, los agricultores quedan solos en el tablero del mercado internacional, donde el vecino del norte subsidia, protege y asegura a sus productores mientras México mira al cielo rogando por lluvia.
Los apoyos federales se anuncian con alegría, pero llegan a cuentagotas o en calendarios que parecen diseñados para generar el menor beneficio posible. Los padrones tardan meses, las ventanillas se cierran temprano, las reglas cambian cada año.
El campo exige modernización, tecnología, seguridad hídrica, financiamiento real, infraestructura de almacenamiento, acceso a mercados globales sin intermediarios. Pero recibe discursos, propaganda, dádivas y un paquete de burocracia. Y aún así, sigue produciendo. Porque cuando un campesino ya no tiene nada que perder, el país entero debería preocuparse.
					
				




