La pregunta lleva años en el aire, pero hoy resuena con más fuerza que nunca: ¿realmente quién gobierna en el Altiplano potosino? Las autoridades municipales de Cedral, Matehuala, Charcas, Salinas, Vanegas y Catorce parecen ejercer un mando simbólico, limitado al ornato, al protocolo y a la foto oficial, mientras en la práctica otro poder, silencioso, armado y territorial, dicta las reglas. La población lo sabe, lo comenta en voz baja y aprende a convivir con ello. En estas tierras, ser alcalde no siempre significa gobernar; a veces, solo significa obedecer.
No es casualidad que cada administración municipal acumule señalamientos sobre sus vínculos con grupos criminales. Muchos ediles deben favores, financiamientos de campaña y protección a quienes realmente controlan las plazas. El resultado es visible, infiltración en estructuras estratégicas, decisiones condicionadas y un vacío de autoridad auténtica. ¿En qué momento permitieron que los delincuentes llegaran hasta la cocina? Probablemente no fue un solo momento, sino pequeños acuerdos, omisiones, amenazas y corrupción.
Las carreteras del Altiplano son el mejor ejemplo. Para el ciudadano común, transitar por ellas es jugarse la estabilidad personal. Los retenes improvisados, las camionetas sin placas y hombres armados que no pertenecen a ninguna corporación oficial ya forman parte del paisaje. En la narrativa local son “los que cuidan”, pero en la realidad son quienes permiten o impiden el paso, revisan pertenencias y deciden, sin ley ni reglamento, quién continúa y quién no. Ante esto, los municipios se mantienen pasivos. O cómplices.
El claro ejemplo es la reincorporación de Jorge Peña a la Dirección de Seguridad Pública Municipal en Matehuala. Había sido despedido por el alcalde Raúl Ortega, después de que el exedil Franco Coronado lo colocara en el cargo. Sin embargo, regresó sin explicación pública convincente. ¿Quién ordenó su retorno? Las voces locales afirman que la instrucción subió varios peldaños antes de aterrizar de nuevo en la corporación. En el Altiplano, los movimientos en seguridad nunca son casuales.
De acuerdo con tarjetas informativas de inteligencia militar, la mayoría de los presidentes municipales no tiene inconveniente en negociar con cárteles locales y regionales, y como moneda de cambio entregan las policías municipales, direcciones de Comercio, Obras Públicas y Catastro. Estas áreas no son cualquier cosa, permiten vigilancia urbana, reacomodo territorial, acceso a información catastral y control económico. En ese nivel, el ayuntamiento deja de ser gobierno y se convierte en instrumento.
En Matehuala se comenta abiertamente que Raúl Ortega consulta decisiones con los supuestos jefes de plaza, dejando claro que el poder real está fuera del cabildo. En Catorce, el foraneo Javier Sandoval controla la presidencia municipal con su propio grupo. Sus conexiones como intermediario, o “coyote”, entre cárteles y aguacateros lo posicionan como pieza clave. Su fuero informal supera al político. La ley lo rodea, pero no lo toca.
Fuentes de la Sedena aseguran que la mayoría de los alcaldes justifican estos vínculos argumentando temor por su vida y la de sus familias. Es cierto, rechazar la imposición puede costar caro. Pero hay una diferencia abismal entre sobrevivir y colaborar. Y muchos, en el Altiplano, cruzaron ese punto.
Mientras tanto, la ciudadanía observa cómo su derecho a vivir en paz se diluye. El comercio se adapta al “pago por protección”, los negocios no nocturnos bajan cortinas, el transporte público altera rutas para evitar zonas tomadas. Los jóvenes se resignan; los adultos recuerdan cuando caminar era seguro; los abuelos prefieren no opinar.
La democracia municipal está en pausa. O más bien, intervenida. Con cada elección, la competencia real no es contra otros candidatos, sino contra el control territorial de quien financia campañas y autoriza propaganda. La gobernanza se negocia, la seguridad se concesiona, la justicia se privatiza.
Entonces, regresamos a la pregunta inicial: ¿quién gobierna en el Altiplano? Porque mientras los alcaldes inauguran obras menores, se toman fotografías y participan en desfiles, quienes realmente dictan órdenes permanecen fuera del marco, sin cargos públicos ni obligaciones legales, pero con más autoridad que cualquier acta de cabildo.
Cuando el miedo gobierna, la democracia muere. Y en el Altiplano potosino, esa muerte no fue repentina; fue silenciosa, progresiva y normalizada. Ahí está lo más grave: ya nos acostumbramos.
Y como si fuera poco, entre los panistas y funcionarios del Ayuntamiento de Matehuala ya están todos contra todos. La reciente elección interna del PAN dejó un sabor amargo y sospechoso. El actual director de Comunicación Social municipal, Edgar Villanueva Cazares, fue electo presidente del Comité Municipal del blanquiazul, acumulando dos cargos, dos sueldos y un evidente conflicto de interés. Mientras algunos hablan de institucionalidad, otros señalan uso de recursos públicos para fines partidistas. La militancia exige piso parejo, pero aquí la política es un juego de sillas musicales donde la ética estorba y cobrar doble nunca pasa de moda.






