Desde que el primer ser humano golpeó dos piedras y descubrió un ritmo, la música ha acompañado nuestra historia. Antes de las palabras, ya existían los sonidos. El canto, el tambor y las melodías rudimentarias fueron las primeras formas de comunicación emocional, una manera de conectar con los demás y con lo invisible. En cada cultura, la música ha sido puente, ritual, consuelo y celebración.
No es casualidad que esté presente en todas las civilizaciones, desde los cantos tribales hasta las sinfonías modernas. La música ha sido una forma de narrar lo que sentimos y lo que somos. Es testigo de nuestra evolución, espejo de nuestras emociones y refugio de lo que a veces no podemos decir con palabras.
Desde la psicología, la música se entiende como un lenguaje emocional universal. No necesita traducción: todos entendemos la tristeza de un violonchelo o la alegría de un tambor. Escuchar música activa las mismas zonas del cerebro relacionadas con el placer, la memoria y la motivación. Nos ayuda a procesar emociones, a regular el ánimo y a reconectar con recuerdos que creíamos olvidados. Por eso, cuando una canción “nos toca”, literalmente lo hace: despierta circuitos cerebrales y libera dopamina, esa sustancia asociada al bienestar y la recompensa.
Pero la música no solo nos emociona; también nos transforma. Diversos estudios muestran que aprender a tocar un instrumento mejora la atención, la memoria y la coordinación. Cada nota implica una danza entre el cuerpo y la mente: el oído escucha, el cerebro interpreta, las manos responden. Este proceso fortalece la concentración y la flexibilidad mental, habilidades que se reflejan en otros aspectos de la vida.
Además, tocar música desarrolla la empatía. En un ensayo, en una banda o en una orquesta, aprendemos a escuchar, a sincronizarnos con otros, a crear algo común. En tiempos donde prima lo individual, la música nos recuerda la importancia del ritmo compartido.
Apreciar la música, incluso sin tocar un instrumento, también tiene beneficios profundos. Escuchar conscientemente nos ayuda a conectar con el presente, a bajar el ritmo interno. Una melodía puede servir como espejo emocional o como refugio. Hay días en que una canción nos acompaña sin pedirnos nada, solo nos sostiene.
En este Día del Músico, más que celebrar a quienes la interpretan, podríamos celebrar a la música misma: esa compañera invisible que nos ha acompañado desde las cavernas hasta los auriculares. Porque, en el fondo, todos somos un poco músicos: nuestros pasos, nuestras palabras, nuestro corazón, laten con su propio compás.
La música es una de las pocas cosas que sigue uniendo a la humanidad más allá de idiomas, fronteras o tiempos. Nos recuerda que, aunque todo cambie, seguimos necesitando ritmo, emoción y silencio. Y que, mientras exista una canción, habrá un modo de volver a nosotros mismos.
Estefanía López Paulín
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