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Reportaje I Penal de Matehuala, del cierre al abandono

Por Francisco Acosta-Martínez

A casi tres años del cierre del Centro Penitenciario de Matehuala, el caso se ha convertido en un ejemplo claro de cómo una decisión presentada como necesaria y urgente terminó envuelta en silencios, proyectos inconclusos y preguntas abiertas sobre la política penitenciaria en San Luis Potosí. El penal, ubicado en la zona norte del estado, fue clausurado oficialmente tras ser señalado por el propio gobernador Ricardo Gallardo Cardona como el “peor del estado”, un espacio donde durante años se acumularon irregularidades, omisiones y prácticas que evidenciaban un grave problema de control institucional.

Las razones que llevaron al cierre fueron contundentes en el discurso oficial. Revisiones de seguridad y diagnósticos previos ya habían advertido un deterioro profundo en la infraestructura, falta de personal suficiente, deficiencias en los protocolos de custodia y una gobernabilidad prácticamente inexistente. A ello, se sumaron hallazgos que terminaron por exhibir el nivel de descomposición interna; objetos prohibidos, consumo de alcohol, fiestas, cobros indebidos y hasta la realización de peleas de gallos dentro del penal, hechos que confirmaron la existencia de autogobiernos y una autoridad rebasada. La Comisión Nacional de Derechos Humanos había colocado al penal en los últimos lugares de evaluación a nivel estatal, subrayando fallas estructurales que afectaban tanto la seguridad como los derechos de las personas privadas de la libertad.

Con ese contexto, el cierre fue anunciado como una medida inevitable. El traslado de los internos a otros centros penitenciarios del estado y, en algunos casos, a cárceles federales, se llevó a cabo bajo el argumento de restablecer el orden y evitar riesgos mayores, sin embargo, desde entonces comenzaron a emerger efectos colaterales que no fueron parte central del anuncio inicial. La redistribución de la población penitenciaria contribuyó a agravar el problema de sobrepoblación en otros centros, particularmente en La Pila, donde ya existía presión por el número de internos frente a la capacidad instalada. El caso de Matehuala no resolvió el problema penitenciario de fondo; simplemente lo desplazó.

En paralelo al cierre, el gobierno estatal presentó una serie de proyectos para dar un nuevo uso al inmueble, buscando resignificar un espacio marcado por la violencia y el abandono. La propuesta más difundida fue la transformación del expenal en un centro cultural, un lugar destinado a actividades artísticas y de convivencia social que, según afirmaban, contribuiría a la recuperación del tejido social en la región. En otros momentos se habló también de la posibilidad de convertirlo en una base operativa para fuerzas de seguridad estatales o federales, aprovechando su ubicación estratégica y su infraestructura ya construida.

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No obstante, a casi tres años del anuncio, ninguno de esos proyectos se ha materializado. El inmueble permanece sin una función clara y sin avances visibles que confirmen su reconversión. No hay obras en marcha, calendarios públicos ni informes detallados sobre presupuestos asignados o cancelados. La falta de concreción ha generado escepticismo entre habitantes de Matehuala, quienes pasaron de la expectativa de un nuevo polo cultural o de seguridad a la percepción de que el cierre quedó como un acto político sin seguimiento efectivo.

El impacto social del cierre también ha sido ambiguo. Por un lado, se eliminó un foco de riesgo que durante años fue sinónimo de corrupción, violencia y descontrol. Por otro, la salida del penal significó la pérdida de empleos directos e indirectos, así como la desaparición de una actividad que, aunque problemática, formaba parte de la dinámica económica local. Para las familias de las personas privadas de la libertad, el traslado a otros centros implicó mayores distancias, costos y dificultades para mantener el contacto, un factor que incide negativamente en los procesos de reinserción social.

El caso de Matehuala se inserta, además, en un panorama penitenciario más amplio y complejo. En San Luis Potosí y en buena parte del país, los centros de reclusión enfrentan problemas estructurales similares: sobrepoblación, infraestructura obsoleta, falta de personal capacitado y presupuestos limitados. El cierre de un penal sin una estrategia integral de fortalecimiento del sistema sólo redistribuye las carencias. La presión sobre otros centros se incrementa y las condiciones que se pretendían erradicar corren el riesgo de reproducirse en nuevos espacios.

A casi tres años, el expenal de Matehuala permanece como un símbolo de una decisión drástica que respondió a una realidad insostenible, pero también como evidencia de la distancia entre los anuncios oficiales y los resultados concretos. El cierre resolvió una crisis inmediata, pero dejó pendientes de largo plazo como la definición clara del destino del inmueble, la atención al impacto social y económico en la región y, sobre todo, la construcción de una política penitenciaria que no se limite a clausurar espacios deteriorados, sino que enfrente de fondo el problema del hacinamiento y la reinserción.