A veces pensamos en la palabra “adicción” como algo distante, algo que solo afecta a quienes caen en hábitos extremos o sustancias peligrosas. Pero, si lo miramos con honestidad, todos hemos sido (o somos) adictos a algo: a una emoción, a una rutina, a una dinámica que sabemos que nos lastima pero que repetimos porque, de algún modo, nos resulta familiar. Y es que el cerebro humano, con toda su complejidad, tiene un rasgo profundamente simple: no distingue entre lo que nos hace bien y lo que nos hace daño. Solo reconoce lo que le brinda una recompensa inmediata, aquello que lo hace sentir seguro o, al menos, conocido.
Las malas decisiones rara vez se sienten malas en el momento. De hecho, suelen venir acompañadas de una sensación fugaz de alivio, de pertenencia, de escape. Y esa chispa emocional (ese pequeño destello químico) es suficiente para que el cerebro registre la conducta como valiosa. Así iniciamos un ciclo: repetimos lo que nos da un breve bienestar, incluso si después llega la culpa, la frustración o el vacío. Esa contradicción es parte de la naturaleza humana.
Desde la psicología, sabemos que el cerebro opera bajo un principio ancestral: ahorrar energía y repetir patrones que ya reconoce. Lo familiar es cómodo, incluso cuando es doloroso. Por eso podemos volvernos adictos al estrés, a la prisa constante, a revisar compulsivamente el teléfono, a relaciones que nos drenan o a pensamientos que nos sabotean. Nuestro sistema neurológico aprende a relacionar esas experiencias con un tipo de recompensa interna: la sensación de control, de confirmación, de rutina. Son lugares psicológicos que conocemos, y lo conocido, por extraño que parezca, resulta tranquilizador.
Consulta nuestra edición impresa: https://cutt.ly/fty5k8Sp
Dejar de ser adicto (a lo que sea) no empieza por fuerza de voluntad, sino por conciencia. Por observarnos sin juicio y preguntarnos: ¿Qué estoy buscando realmente cuando repito esto? ¿Qué necesidad emocional estoy intentando calmar? Muchas veces, la adicción no es al acto en sí, sino a la emoción que lo antecede o a la que lo sigue. Nos hacemos adictos al alivio momentáneo de no sentir lo que nos duele enfrentar.
La reflexión más liberadora es entender que no somos “fallados”: somos humanos. Nuestro cerebro está programado para preferir pequeñas recompensas inmediatas antes que un bienestar profundo, porque lo inmediato nos asegura supervivencia emocional. Pero también tenemos algo que ninguna otra especie posee en ese nivel: la capacidad de observar nuestros propios pensamientos y modificar nuestros patrones.
Eso implica tolerar la incomodidad de lo nuevo, porque dejar atrás una adicción (a la reacción, a la excusa, al drama, a la distracción) es renunciar a un refugio conocido. Requiere valentía quedarnos con el silencio, con el vacío, con la incertidumbre de lo diferente. Pero es precisamente ahí donde empieza la verdadera transformación.
Ser menos adictos no es eliminar el impulso, sino elegir conscientemente. Es enseñarle al cerebro que hay recompensas más profundas que las que ofrece lo inmediato. Y que, aunque lo familiar nos llame, lo sano nos espera.
Estefanía López Paulín
Contacto: psc.estefanialopez@outlook.com
Número: 4881154435






