México volvió a vivir la misma historia de siempre, ilusión desbordada, momentos brillantes, autodestrucción en el peor instante y una derrota que no sorprende a nadie, salvo a los que se niegan a aceptar la realidad. En el Mundial Sub-20, la Selección Mexicana fue presentada como una generación prometedora y, por momentos, lo pareció. Le tocó lo que muchos llamaron el “grupo de la muerte”: Marruecos, España y Brasil. Tres rivales de peso. Tres selecciones que en el papel debían complicarnos la vida. Pero contra toda lógica, México pasó invicto y sin sufrir demasiado. Y claro, nos volvimos a emocionar.
Eduardo Arce, técnico del equipo, parecía entender el torneo durante la fase de grupos. Presentó un equipo coherente, con estructura y personalidad. Construyó una base clara, Gil Mora y el Chicha Sánchez como líderes futbolísticos y emocionales. El equipo jugaba bien, con una mezcla de orden y atrevimiento. En octavos de final, la ilusión alcanzó su punto más alto, con un recital de futbol ante Chile, el anfitrión. Se le goleó con autoridad, con ritmo y con carácter. En ese momento, muchos se atrevieron a decirlo en voz alta: “Esta sí es la buena”.
Y entonces apareció Argentina. El coco de toda selección mexicana. El fantasma que nos persigue desde infantiles hasta mayores. Pero esta vez no nos ganaron por superioridad futbolística. Esta vez, el rival no necesitó brillar para vencer. Argentina solo tuvo que esperar a que México hiciera el trabajo por ellos. Y lo hizo. Eduardo Arce, el mismo que había mostrado lucidez en la fase de grupos, decidió complicarse la vida justo en los cuartos de final. Mandó a la banca al Chicha Sánchez, pieza clave del equipo. Hizo debutar a un jugador que no había pisado la cancha en todo el torneo. Y se le ocurrió improvisar a Iker Fimbres como lateral. Sí, en eliminación directa. Contra Argentina. El resultado estaba cantado.
Argentina, sin necesidad de jugar a su máximo nivel, sacó ventaja de los errores mexicanos. Anotó con poco, aguantó sin problema y volvió a recordarnos que la diferencia no está en lo futbolístico, sino en lo mental. Porque en cuanto las cosas se complicaron, México se achicó. Los jugadores, frustrados, perdieron la cabeza al final del partido. Se olvidaron de competir y se dedicaron a golpear rivales, cayendo en la provocación más barata. No supieron perder. Pero tampoco supieron competir.
Para rematar, Eduardo Arce protagonizó otro episodio lamentable con las nuevas reglas del VAR. En este Mundial se implementó el sistema de cartas para que los entrenadores solicitaran revisión, si tenían razón, recuperaban la carta; si no, la perdían. Arce desperdició las dos en decisiones absurdas, improductivas, que el árbitro corrigió de inmediato. Terminó sin herramientas tácticas.
Y entonces volvimos a escuchar la misma frase de siempre “Es una generación dorada”. Lo ha sido la del 2005, la del 2011, la del 2017 y ahora la del 2025. Pero el oro nunca llega. Porque el problema no es el talento; el problema es el sistema que lo rodea. Un país que repite errores como si fueran rituales. Una selección que contra ciertos rivales se achica como Cruz Azul ante América. Y lo peor es que ya no es casualidad, es cultura.
Lo del Mundial Sub-20 no fue malo solo por la derrota, sino por lo predecible. Porque nos llenamos de entusiasmo con cada victoria y nos estrellamos siempre en el mismo muro. Porque no hay aprendizaje. Porque no hay memoria. Porque competir bien por ratos ya nos parece suficiente.
Así que, mientras vuelven los discursos del “aprendimos mucho” y “el futuro es prometedor”, yo solo voy a pedir una cosa: cuiden a Gil Mora. No lo quemen. No lo inflen. No lo pierdan en el camino como a tantos otros. Porque si esta historia vuelve a repetirse, y parece que así será, al menos salvemos a los pocos que realmente valen la pena.