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El dilema del erizo, una reflexión sobre las relaciones 

Por: Estefanía López Paulín

«Puede que haya algo mal conmigo», le dijo una paciente a la psicóloga Deborah Luepnitz. «Cuando no hay un hombre en mi vida, me siento vacía e indigna de ser amada, y casi no disfruto de nada. Cuando me acerco a un hombre, me siento asfixiada (…)». 

A Luepnitz, quien relata esta experiencia en «Los erizos de Schpenhauer: la intimidad y sus dilemas», se le ocurrió contarle la parábola que inspiró el nombre de su libro. Y esa paciente la halló «reconfortante». Lo cual es curioso, pues el autor del que se conoce como el dilema del erizo más que reconfortante era un poco espinoso. 

Arthur Schopenhauer es a menudo descrito como «el filósofo del pesimismo». Como pensador joven y radical en Alemania a principios del siglo XIX, despotricó contra las ideas dominantes, desestimando al eminente filósofo Georg Hegel como un charlatán pomposo y reaccionando contra su idealismo absoluto. 

La idea central de Schopenhauer era que todo en el mundo estaba impulsado por la voluntad o, en términos generales, el deseo incesante de vivir. Pero eso no era para él algo positivo: no se refería a la voluntad como algo sobre lo que tenemos control sino más bien como algo de lo que somos esclavos, pues es una demanda infinita que nunca se satisface. 

Eso, argumentaba, nos dejaba oscilando inútilmente entre el sufrimiento y el aburrimiento. La única escapatoria a la tiranía de la voluntad se encontraba en el arte, y particularmente en la música. 

El dilema del erizo apareció en la colección de ensayos filosóficos breves de 1851, «Parerga y Paralipómena», del griego apéndices y omisiones. Fue su última obra y la primera que le trajo el reconocimiento filosófico que había esperado por mucho tiempo. Como señaló satisfecho, fue «incomparablemente más popular que todo lo anterior». 

La parábola dice así: 

«Un día helado de invierno, varios erizos se apiñaron muy juntos para, gracias al calor mutuo, evitar congelarse. Pronto sintieron el dolor que les causaban las púas de los otros, lo que los hizo separarse nuevamente. 

«Pero la necesidad de calor los volvió a unir, y se repitió el retroceso de las púas, de modo que quedaron atrapados entre dos males, hasta que descubrieron la distancia adecuada desde la cual podían tolerarse mejor el uno al otro». 

Parece un cuento para niños, pero encapsula la compleja naturaleza de las relaciones humanas. Habla de que la vulnerabilidad es necesaria para que las relaciones sean más trascendentes y satisfactorias, pero aumenta el riesgo de un dolor más profundo. 

Y de como vivimos atrapados entre dos males: el aislamiento y el peligro de herirnos mutuamente. 

«La necesidad de sociedad que surge del vacío y la monotonía de la vida de los hombres los une; pero sus numerosas cualidades desagradables y repulsivas y sus insufribles inconvenientes los separan una vez más», continúa Schopenhauer. 

«La distancia media que finalmente descubren y que les permite soportar estar juntos es la cortesía y los buenos modales. 

Estaríamos condenados entonces a nunca poder satisfacer plenamente el deseo de tener relaciones sociales positivas, una de las necesidades humanas más fundamentales y universales. 

A pesar del pesimismo, la genialidad de la parábola resonó con quienes sondean los desafíos de la intimidad. 

En ocasiones ha sido punto de partida en estudios, como en «¿La exclusión social motiva la reconexión interpersonal? Resolviendo el ‘problema del erizo’”, en otras, ha sido una herramienta para reconfortar a pacientes agobiados por sentimientos encontrados respecto a las relaciones íntimas, como en el caso de la psicóloga Luepnitz.