La vergüenza puede llegar a ser un sentimiento altamente invalidante, que limita la participación plena en la vida, el disfrute, la espontaneidad y la alegría. ¿De dónde viene la vergüenza y para qué sirve? ¿Qué podemos hacer para que no nos impida vivir en plenitud?
Cualquier persona puede llegar a la conclusión de que sentir vergüenza es beneficioso desde un punto de vista social, en tanto que es una forma de contención que impide que hagamos cosas que colectivamente están consideradas como negativas o perjudiciales o inmorales.
Sentimos vergüenza de forma condicionada, por reprobación social o asunción de mensajes relativos a cómo deberíamos sentirnos ante un comportamiento, aunque en ocasiones no se estén valorando todas las circunstancias que fácilmente podrían justificarlo. Por ejemplo:
En la niñez, cuando no tenemos capacidad de autorregularnos emocionalmente y la acción es nuestro principal vehículo de canalización de las emociones, la vergüenza, que se caracteriza por la inhibición, actúa como un freno natural del comportamiento impulsivo.
Este freno es protector siempre que alguien cercano sea capaz de calmarnos y transformar este sentimiento de vergüenza, y los sentimientos de ira o de tristeza o de alegría previos que activaron la vergüenza, para ayudarnos a controlarnos de una manera más eficaz y consciente.
De otro modo, se instala en la psique el mensaje de que las necesidades emocionales que tenemos no merecen aprecio o no deberíamos tenerlas. En definitiva, las interpretamos como vergonzosas.
En otro tipo de circunstancia, cuando estamos en una situación de vulnerabilidad en la que la sumisión es la mejor respuesta, podemos quedarnos paralizados, se produce un bloqueo total. Esta es una respuesta del sistema nervios sobre la que no tenemos ningún control.
Sin embargo, puede hacerse el juicio de que “debería haber reaccionado de forma distinta, debería haber sido más valiente, y debería avergonzarme por mi comportamiento”.
Entonces, la vergüenza, que en inicio se activa como un mecanismo de pura supervivencia, que bloquea la acción que podría resultar más peligrosa que la parálisis, puede quedarse anclada en la persona y quedar inscrita como un fallo de la personalidad que sigue avergonzando.
La vergüenza tiene un origen traumático, aunque la persona no pueda vincular sus sensaciones físicas sobrevenidas con ningún acontecimiento que lo explique desde un punto de vista lógico, por la razón de que las situaciones que sobre pasan nuestra capacidad de afrontamiento, es decir, traumáticas, “desenchufan” la parte pensante de nuestro cerebro y se guardan en la memoria sin palabras, sin narrativa, exclusivamente como sensaciones corporales.
De este modo, cuando algo activa el recuerdo, al no ser un recuerdo que puede reconocerse en el pensamiento sino solo con el cuerpo, se vive la experiencia de sensación sobrevenida sin más.
Es fundamental comprender que, en estos casos, a pesar de que la vivencia es la de estar en peligro, el peligro no está en el presente, sino que estuvo en el pasado y el cuerpo está reviviendo en lugar de recordando.
Estefanía López Paulín
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