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Tiempo de Hablar I La porquería que reventó en la UASLP

Se destapó la cloaca de porquerías que abunda en los pasillos de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP). No es una metáfora exagerada, es una descripción cruda y exacta de lo que ha salido a la luz tras la denuncia de una agresión sexual. La mañana del lunes 20 de octubre, San Luis Potosí despertó con una noticia que desató indignación y vergüenza, un joven identificado como Santiago “N”, representante de la Federación Universitaria Potosina (FUP) en la Facultad de Derecho, junto con otros dos estudiantes y un sujeto externo, habrían violado a una alumna dentro de las propias oficinas de la Federación.

El relato duele y enfurece. Los jóvenes entraron al espacio universitario el viernes 17 de octubre, tomaron alcohol, consumieron drogas y convirtieron el recinto en un escenario de abuso. Nadie escuchó nada. Nadie dijo nada. El silencio fue cómplice, como tantas veces. Las paredes de la UASLP, que han visto pasar generaciones de estudiantes, fueron testigos mudos de otro acto de violencia que, de no ser por la denuncia pública, habría quedado sepultado bajo los tapetes del “prestigio institucional”.

Pero esta vez algo cambió. La indignación se desbordó. Los estudiantes salieron a las calles, tomaron avenidas, bloquearon el Centro Histórico, Carranza y el Edificio Central. El clamor fue uno: justicia. No solo para la víctima, sino para todas las que han sido calladas, ignoradas o desacreditadas. Los jóvenes llegaron hasta la Fiscalía General del Estado, exigiendo la presencia de Maria Manuela García Cázares, quien, como era de esperarse, no dio la cara.

La toma de la Facultad de Derecho continúa. Las consignas se repiten entre pancartas y lonas: “No fue un hecho aislado”, “No más encubrimiento”, “La Universidad también es responsable”. Y tienen razón. Porque la violencia que hoy indigna no nació el viernes, se gestó desde hace tiempo, entre pasillos donde los abusos se comentan en voz baja y se archivan sin consecuencias.

Ya cayeron las primeras cabezas, el director de la Facultad de Derecho, Germán Pedroza, y la defensora de los Derechos Universitarios, Magdalena González. En el caso de Pedroza, su salida era cuestión de tiempo. Su gestión fue omisa, complaciente, sorda ante los reclamos. Distintas versiones señalan que se opuso a abrir investigaciones internas, intentando controlar el daño mientras la indignación crecía. Su falta de liderazgo, su silencio y su tibieza lo convirtieron en símbolo de la decadencia moral de la UASLP. González, por su parte, cayó por la misma razón que tantos otros, por no defender a quien debía defender.

Pero no son los únicos que deben rendir cuentas. Aún quedan muchas alhóndigas por incendiar, como diría «El Pípila». La presidenta de la FUP, Daniela Jonguitud Torres, intenta ahora presentarse como aliada del alumnado, cuando, desde que ingresó, ha encabezado una organización que encubre, protege y negocia. Las oficinas bajo su responsabilidad fueron usadas para cometer un delito, y su respuesta ha sido una mezcla de miedo, titubeo y frases ensayadas. “La FUP es aliada”, dijo, leyendo un comunicado. Aliada de quién, habría que preguntarle. Porque con los estudiantes, evidentemente, no.

Lo que resulta aún más indignante es el rumor, cada vez más insistente, de que uno de los presuntos agresores mantiene vínculos con figuras políticas de la llamada “Cuarta Transformación”. Estaríamos ante un caso en el que la política podría intentar meter las manos en la justicia, una traición no solo a la víctima, sino a toda una generación que exige que la Universidad deje de ser refugio de impunidad. Y, siendo francos, ¿a alguien le sorprende que el diputado Cuauhtli Badillo se haya apresurado a deslindarse? Las fotografías que circulan junto al presunto agresor hablan por sí solas. ¿A qué le teme, diputado? ¿A que la verdad lo alcance también?

Ahora, vienen los discursos para intentar deslindarse, la FUP, Morena, los funcionarios universitarios. Todos condenan “enérgicamente” los hechos, todos dicen “confiar en la justicia”, todos prometen “no tolerar la violencia”. Las frases se repiten con la frialdad de un comunicado escrito. Pero detrás del discurso, lo que hay es una estructura podrida que ha normalizado el abuso, el acoso y el silencio. Una cloaca que solo se destapa cuando la presión social se vuelve insoportable.

Los estudiantes hoy sostienen la dignidad que las autoridades perdieron. Siguen en las calles, siguen en paro, siguen exigiendo justicia. Y aunque incomode, aunque paralicen la ciudad, aunque molesten a quienes prefieren la calma de la indiferencia, su protesta es necesaria. Es la única forma de romper el ciclo de impunidad que corroe a la Universidad.

Que rueden las cabezas que tengan que caer. Que caigan los cómplices, los tibios, los que callaron. Que esta vez la indignación no se diluya en el olvido. Porque si algo ha quedado claro, es que la UASLP necesita una limpieza profunda. No de imagen, sino de conciencia. Y si para lograrlo hay que incendiar las alhóndigas del poder universitario, que así sea. Metafóricamente hablando… ¿O no?