Regresan vencidos por la nostalgia, expulsados por un sistema que los usa cuando conviene y los desecha sin remordimiento. Regresan, muchos de ellos, con papeles de deportación en la mano y la esperanza hecha trizas. Y apenas pisan su tierra, esa que juran amar y extrañar cada día de trabajo agotador en Estados Unidos, y se topan con una realidad aún más dura: aquí tampoco hay refugio. Aquí los espera otra emboscada. No de abrazos ni de bienvenida, sino de pistolas, encañonamientos y saqueo.
Nuestros paisanos se rompen el lomo del otro lado para mandar dólares que mantienen vivas comunidades enteras. Pagan cuentas, levantan casas, sostienen economías. Allá, muchos trabajan jornadas dobles o triples: pizcan campos, limpian oficinas, cuidan niños ajenos mientras los suyos crecen con videollamadas. Hacen lo que sea para enviar ese dinero que aquí se reparte entre familias, negocios, gobiernos que presumen remesas récord sin ofrecerles nada a cambio. Ni siquiera un camino seguro de regreso.
Hoy, la Carretera 57 se ha convertido en sinónimo de riesgo, impunidad y abandono. Los relatos se acumulan: caravanas de migrantes o familias enteras, interceptadas a plena luz del día o en la madrugada, rodeadas por tres vehículos que operan como jauría. Se cruzan, se cierran, los encañonan, los bajan, los insultan. Los asaltan con una frialdad escalofriante. Les quitan todo: dólares, celulares, ropa, ilusiones. Y los dejan tirados con el miedo clavado en la piel.

No son cuentos aislados. Es un patrón tan repetido que más parece operativo militar que un simple asalto improvisado. La hipótesis que muchos ya dan por hecho es brutal, ante la caída del tráfico de migrantes, los delincuentes “ajustaron” su negocio. Ahora asaltan paisanos. Un giro de mercado criminal que florece porque nadie hace nada para impedirlo. Ni la Guardia Nacional, ni la Guardia Civil Caminos, ni las policías municipales. Nadie.
¿Dónde están esas corporaciones cuando se les necesita? ¿Dónde están los retenes, los rondines, los operativos sorpresa? Brillan por su ausencia. Los paisanos saben que de milagro no los matan, porque la única garantía es que nadie saldrá a rescatarlos. El mensaje es claro: transitar la 57 es jugarse la vida y la dignidad. Y si tienes la mala suerte de regresar con algo de dinero, mejor encomiéndate a lo que creas. Cualquiera que viaje rumbo al norte o de regreso es potencial víctima. No importa si vas solo, en familia o en caravana. El riesgo es el mismo. El abandono también.
San Luis Potosí no puede darse el lujo de permitir que su vía principal sea una trampa mortal. No se puede seguir sacrificando a quienes sostienen los pueblos con remesas y sacrificios. Hace falta mucho más que boletines bonitos y fotos de patrullas estacionadas para la foto. Se necesita voluntad política de verdad, inteligencia operativa real y una coordinación que no termine filtrándose a los criminales.
Y sí, se necesita valor para enfrentar a quienes han convertido el miedo en negocio. Porque hoy nuestros paisanos llegan con maletas llenas de sueños, pero la carretera se encarga de vaciarlas a punta de pistola. Es una herida que no puede seguir abierta. Si de verdad queremos ser un estado que respeta y protege a su gente, empecemos por garantizarles algo tan básico como volver a casa sin miedo. Sin emboscadas. Sin pistolas. Con vida.