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Tiempo de Hablar I El Altiplano: tan lejos de Dios y tan cerca de sus alcaldes

Dicen, y dicen bien, que el Altiplano Potosino está tan lejos de Dios y tan cerca de sus alcaldes. Una tierra de comunidades nobles y trabajadoras que, cada trienio, termina pagando la factura de funcionarios improvisados, sin escrúpulos, que entienden el poder como un botín personal y no como una responsabilidad de servicio.

Ahí está Matehuala, convertido hoy en la viva imagen del abandono. Raúl Ortega tiene a la ciudad hecha un cochinero, y no es exageración. Las lluvias recientes no solo trajeron agua: destaparon baches como cráteres, exhibieron la nula planeación en mantenimiento vial y dejaron claro que ni con charcos se pueden tapar las carencias de su gobierno. Las calles parecen rutas de rally, los autos se dañan, la gente se accidenta y el alcalde, bien gracias, en reuniones del Partido Acción Nacional.

La basura sigue siendo otro drama. Cualquier plaza, parque o camellón es un tiradero improvisado. Los trabajadores de limpia hacen milagros: barren, recogen y cargan sin herramientas ni equipo especializado, subidos a camiones viejos que deberían estar en el corralón. Mientras tanto, los espacios públicos, esos que deberían ser puntos de encuentro y orgullo, se vuelven depósitos de desechos. Y de la seguridad, mejor ni abrir la herida.

Pero si Matehuala es un desastre, Venado es una tragicomedia. ¿Cómo llamarle Reyitos? ¿Alcalde? ¿Alcaldesa? Ni se sabe, porque cuando se le preguntó de forma pacífica casi se va a los golpes con un reportero. Un escándalo que retrata su tolerancia a la crítica. Total, qué se puede esperar de quien se burla de la comunidad LGBT+ y de su propio municipio con un “cambio de género exprés” solo para colarse en la boleta. Y para colmo, presume “obras” que duran menos que una llovizna. Ahí está el tramo carretero Mexiquito–San Pedro, presumido con bombo y platillo en redes, destrozado en menos de 24 horas por la primera lluvia. Cuando se le exhibe la chapucería, sale con un comunicado contradictorio, echa culpas a otros gobiernos y agradece “que volteen a ver a su Venado”. Pues claro que se voltea a ver, alcaldesa: para evidenciar el cochinero, no para aplaudir ocurrencias.

Charcas tampoco se queda atrás en la lista de vergüenzas. Marisol Najera, su alcaldesa, tuvo el descaro de negarle comida a un colectivo de madres buscadoras que, días después, terminaron encontrando campos de exterminio en Matehuala. ¿Cómo se explica tanta insensibilidad? ¿Cómo se puede dormir tranquila alguien que cierra la puerta y el plato de comida a mujeres que, con las uñas, rastrean los restos de sus hijos? Inhumano es poco.

Y para rematar, Real de Catorce, que debería ser un emblema de turismo, cultura y tradición, tiene como alcalde al famoso Viejito Verde, Javier Sandoval, un personaje más preocupado por su agenda personal que por la de su pueblo. En un solo día se le ve en la mañana en Guanajuato, en la noche en primera fila de las luchas en la capital potosina. Un trotamundos del presupuesto público, claro, con helicóptero personal que le permite moverse de evento en evento mientras sus comunidades siguen rogando por servicios básicos, caminos dignos y un poco de atención. Y cuidado con criticarlo, tiene legiones de perfiles falsos en redes para aplaudirle hasta el suspiro, mientras bloquea o revienta a quien se atreva a exhibirlo.

Así está el Altiplano: municipios empolvados y olvidados, gobernados por alcaldes grises, sin oficio, sin escrúpulos, sin idea de cómo resolver lo básico. La realidad es que la mayoría sobrevive gracias a que el gobernador Ricardo Gallardo Cardona tiene que entrar al rescate para tapar baches, mandar maquinaria, organizar brigadas y resolver problemas que nunca deberían llegar a su escritorio.

Mientras tanto, las calles siguen abiertas, la basura se acumula, la inseguridad crece y la única constante es la soberbia de alcaldes que viven para la foto, para el comunicado que nadie cree, para el aplauso comprado y para el ataque orquestado contra cualquiera que se atreva a exhibir su mediocridad.

Sí, el Altiplano está lejos de Dios, pero más lejos está de tener presidentes municipales que entiendan que gobernar no es sentarse a repartir culpas ni pararse en mítines a presumir logros que se caen con la primera lluvia. Gobernar es servir. Y mientras no lo entiendan, el Altiplano seguirá dependiendo de la esperanza de su gente… y de que alguien, desde arriba, los obligue a hacer su trabajo.