El pan de muerto tiene raíces profundamente prehispánicas, cuando los pueblos indígenas preparaban alimentos rituales como el papalotlaxcalli o “pan de mariposa”, una especie de tortilla marcada con figuras simbólicas que se ofrecía en ceremonias dedicadas a los difuntos.
Estas ofrendas formaban parte de rituales como los dedicados a la diosa Cihuapipiltin, en honor a las mujeres que morían durante el parto. Se elaboraban panes de diferentes formas —como mariposas o rayos— con amaranto, maíz y miel, ingredientes considerados sagrados por su conexión con la vida y la fertilidad.
Con el paso del tiempo y la llegada de los españoles, estas tradiciones se transformaron. Los antiguos panes rituales dieron paso a nuevas versiones elaboradas con harina de trigo, manteniendo la intención simbólica de rendir tributo a los muertos.
Así, el pan de muerto actual conserva la esencia de aquellas ofrendas ancestrales, siendo hoy un ícono de la gastronomía mexicana y del Día de Muertos, con múltiples variantes regionales que reflejan la riqueza cultural del país.