La actriz atravesaba un momento emocional delicado: acababa de separarse de Tom Cruise tras más de una década de matrimonio.
Cuando Alejandro Amenábar le ofreció el papel de Grace Stewart, una madre atrapada en una mansión envuelta en sombras y silencios, Kidman dudó.
Temía que el personaje —una mujer desgastada, obsesiva y atormentada— la arrastrara a un lugar psicológico del que no pudiera salir.
Aun así, aceptó. Y para conseguir la fragilidad que exigía el papel, decidió aislarse del resto del equipo.
Durante semanas evitó socializar, comía sola y apenas hablaba con nadie entre toma y toma.
Amenábar mantuvo los decorados en penumbra permanente, reforzando la sensación de encierro.
Kidman confesó después que llegó a tener pesadillas recurrentes con la casa y con los niños que interpretaban a sus hijos, como si el rodaje se hubiera fundido con su propia vida.
Aquella inmersión total dotó a su interpretación de un realismo inquietante, casi físico.
Su Grace no parecía actuar: parecía existir.
Y de ese estado de soledad y vulnerabilidad nació una de las actuaciones más perturbadoras y recordadas de su carrera.






