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Más allá del cine: el verdadero trasfondo de los exorcismos

Aunque muchas representaciones son exageradas, los exorcismos sí ocurren

Para muchas personas, la palabra exorcismo evoca escenas cinematográficas: sacerdotes católicos luchando contra demonios, agua bendita, oraciones intensas y una dramática batalla entre el bien y el mal. Películas como El exorcista (1973) y más recientemente El exorcista del Papa (2023), basada en las memorias del padre Gabriele Amorth, refuerzan esta imagen con una visión espectacular de rituales religiosos enfrentando fuerzas sobrenaturales. Pero, ¿qué hay de verdad detrás de todo esto?

Aunque muchas representaciones son exageradas, los exorcismos sí ocurren. La Iglesia católica es la más reconocida por estos rituales, pero en esencia, todo exorcismo, sin importar la religión o cultura, busca lo mismo: expulsar, limpiar o proteger a una persona o lugar de una presencia considerada maligna. La definición de “mal” varía según la creencia; puede tratarse de un demonio, una impureza espiritual o incluso una tentación.

La práctica del exorcismo no es exclusiva del cristianismo. En la antigua Mesopotamia, alrededor del primer milenio a.C., los ašipu eran magos y sanadores espirituales que utilizaban rituales, amuletos y hasta la colaboración de figuras demoníacas benignas para ahuyentar el mal, considerado origen de enfermedades y desorden. En la Grecia antigua, la palabra daimon se refería a espíritus divinos, algunos de los cuales podían ser malévolos y requerían ser exorcizados.

Incluso el historiador del siglo I d.C., Flavio Josefo, documentó rituales de exorcismo. Uno de los más célebres fue el de Eleazar, quien, según el relato, liberaba a las personas de demonios invocando el nombre del rey Salomón y sacándolos a través de las fosas nasales. Hoy en día, el exorcismo sigue siendo una práctica viva, aunque rodeada de controversia. Lo que no ha cambiado es su simbolismo: una lucha profunda y persistente contra lo que cada cultura define como mal.