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Descubre cómo tu mascota percibe el mundo que lo rodea

El mundo alrededor nuestro no es como a nosotros nos parece que es. Tan solo es el resultado del modo de percepción predominante que nuestra especie ha ido adquiriendo a lo largo de la evolución. El mundo es para nosotros un espectáculo, sobre todo visual, porque la vista es el sentido que más usamos para movernos por él, el que más influye en nuestra supervivencia. Vemos con mucho detalle y en color, y con una gran sensibilidad para los volúmenes y las distancias, porque nuestros antepasados primates hacían vidas diurnas. La noche estaba llena de competidores y depredadores mucho más eficaces. El oído es mucho menos poderoso entre nosotros que la vista, y el olfato y el tacto contribuyen bastante poco a la construcción de ese simulacro practicable de la realidad que llamamos el mundo.

Voy por la calle o por el parque con mi perro y a veces me da por preguntarme cómo percibirá ella esa realidad exterior sobre cuyo aspecto yo no tengo ninguna duda. Pero mi perro ve bastante peor que yo, y esta riqueza de plantas y colores en la que yo me recreo mientras paseamos juntos para ella será bastante nebulosa. En cambio, qué riqueza y qué intensidad de sonidos llegan a su cerebro, hasta un extremo que a veces me induce a sentir pena por ella: cuando vamos por una calle con mucho tráfico, cuando los bárbaros de la celebración futbolística hacen explotar cohetes, cuando se acerca la sirena de una ambulancia o el coche de un cretino que lleva la música a todo volumen y las ventanillas abiertas. Mi perro es tímido, aunque no medroso, pero cuando estallan cohetes no sé qué pavor genético la hace tirar de la correa para buscar refugio y casi arrastrarse hacia la protección de las fachadas. Su mundo hecho de sonidos puedo imaginarlo hasta cierto punto. Pero el misterio verdadero es el paisaje que forman para ella sus percepciones olfativas.

Un libro de Alexandra Horowitz, una científica cognitiva que es también una gran escritora, me está ayudando a comprender algo más sobre el mundo desde el punto de vista el punto de olfato más bien de mi perra husmeadora. Escribir y leer literatura, suele decirse, es ponerse en el lugar de otro. En su libro Being a Dog: Following the Dog into a World of Smell (Ser perro: acompañarlo a su mundo de olores), Horowitz cuantifica la diferencia entre las capacidades sensoriales de los perros y las de los seres humanos: nosotros tenemos unos seis millones de receptores olfativos; un perro tiene trescientos millones. Un ser humano husmea una vez cada segundo y medio; un perro, diez veces por segundo. Al lamer, los perros están encontrando nuevas informaciones sobre olores, porque en el cielo de la boca también tienen receptores olfativos. Y cuando mueven la cola al encontrarse con un semejante, una de las cosas que están haciendo es aventar y esparcir moléculas de olor que transmiten informaciones fundamentales sobre ellos mismos: la excitación, el recelo, la curiosidad. Nosotros estamos adiestrados por la evolución para percibir y evaluar hasta los más sutiles indicios en la expresión de una cara.

De algunos somos conscientes, y la mayor parte nos llega y nos afecta sin que alcancemos a saberlo. En unos segundos escrutamos un volumen extraordinario de datos visuales. No vemos una cara: la dibujamos en nosotros mismos a partir de todos esos datos, como un programa informático representa los datos de temperatura y presión atmosférica en mapas de color. Retratos así de detallados se hace mi perra cada vez que supera su timidez para acercarse a otro perro. Algunas veces es tan esquiva que se aparta del que viene amistosamente hacia ella y cuando ya ha pasado de largo se vuelve para husmearlo a distancia. Se sienta luego a mi lado, en el sofá, de vuelta a casa, los dos fatigados y contentos por el paseo, hunde el hocico en mi jersey. Me pregunto qué retrato mío estará dibujando a partir de mis olores.